EL EXTRACTIVISMO NO ES UNA INDUSTRIA
Se ha difundido ampliamente la idea que los extractivismos son un tipo de industrias. Desde el Banco Mundial a varias organizaciones ciudadanas, pasando por economistas y políticos, se habla de los extractivismos como si fueran una industria. Esa es una postura equivocada. En sentido estricto, por un lado está la apropiación de bienes primarios, y por otro lado, las fases industriales que desembocan en bienes ma-nufacturados. Confundir estos dos tipos de actividades es errado, aunque ello posiblemente no sea ingenuo. Es que si se presenta a los extractivismos como industrias, se cosecha una mayor legitimación social. Es una confusión que también implica, por un lado olvidar antecedentes claves de la historia latinoamericana, y por otro, limitar las opciones de alternativas hacia el futuro. Este es el inicio de una nota en mi columna sobre Postdesarrollo en SpacioLibre de Perú. Les comparto el resto del artículo:
Términos errados
La confusión de los distintos tipos de extractivismos como industrias aparece en distintos ámbitos ya a inicios del siglo XX. En aquellos tiempos podía ser entendido en tanto el concepto de industrialización era más difuso. Pero lo sorpresivo es que esto se mantuviera por tanto tiempo y cobrara nueva fuerza en las últimas décadas.
Es así que encontramos estos términos, entre otros, en el Banco Mundial (donde existe un proceso de revisión de las industrias extractivas), en los discursos de varios gobiernos, artículos académicos, en campañas de ONGs (como la Iniciativa para la Transparencia en las Industrias Extractivas), y así sucesivamente. Se usa el término tanto entre quienes están a favor como en los que se oponen a ese tipo de actividades. Todo esto deja en claro que la idea está muy difundida.
Para comenzar a resolver esta confusión, se debe comenzar por una distinción básica. Desde un punto de vista estrictamente económico, los extractivismos (tales como la minería, hidrocarburos o monocultivos), se cuentan entre las llamadas actividades primarias. Estas son los procesos por los cuales se obtienen las materias primas, y deben ser distinguidas del sector industrial o secundario, donde ocurre la elaboración de manufacturas. Son procesos distintos, aunque relacionados ya que el primero alimenta al segundo.
Desde los extractivismos se toman de la Naturaleza las llamadas materias primas, y desde allí son insertadas en procesos industriales, por los cuales son modificadas o combinadas en la manufacturación de diversos productos. En ese segundo conjunto de actividades, las industriales, es donde se suman las proporciones sustantivas de valor, donde operan las innovaciones tecnológicas, se diferencian los productos, etc.
Esto deja en claro que las actividades primarias, como la minería, no son ejemplos de industrialización. Corresponden a las etapas donde se extraen los recursos naturales, se los separa, a veces se los purifica y se los acondiciona físicamente para su exportación. Su producto final no es una manufactura, no son ni tornillos ni elec-trodomésticos, sino productos primarios, muchas veces indiferenciados y por eso calificados como commodities.
Se repite una y otra vez que los extractivismos son industrias, y con ello parecería que cuando se horada la tierra por una tonelada de cobre, el país automáticamente se vuelve parte de la cadena de producción de computadoras o teléfonos celulares.
Pero eso es sólo un espejismo. Casi siempre las fases de extracción y de industrialización están nítidamente separadas. En los países latinoamericanos predomina la primera, expresada en el extractivismo exportador. Las fábricas propias de la industria están ubicadas en otros continentes, y es bajo sus techos donde se elaboran los bienes intermedios, y a su vez, éstos son enviados a otras fases industriales hasta desembocar en distintos productos, que se comercializan a escala planetaria.
La diferencia es tan clara que en las contabilidades de las economías nacionales, los extractivismos siempre están entre las actividades primarias y no son sumados a las fases industriales.
De esta manera, como primer paso, y en atención al rigor en términos y conceptos, no es posible seguir sosteniendo que los extractivismos son industrias.
Las imágenes de la industria
Si tomar a los extractivismos por industrias es como confundir las rocas con los tornillos, o una mina a cielo abierto con una planta de microchips, la pregunta clave es por qué esto sigue ocurriendo en la actualidad. En especial, porqué tantos economistas, políticos y muchos otros que supuestamente dominan términos y conceptos en economía, insisten en decir que los extractivismos son industrias.
A mi modo de ver la respuesta a esta cuestión está ligada a que una asociación estrecha entre extractivismos e industria no es para nada indiferente e ingenua desde el punto de vista político, en su amplio sentido. Cuando se habla de “industrias”, las ideas e imágenes evocadas por la mayor parte de la población son las de fábricas, chimeneas y largas filas de obreros. Estas son ideas entendidas como positivas, están profundamente arraigadas en la cultura latinoamericana, ya que no sólo expresarían modernización social, sino que incluso se las vincula al acceso al empleo, la sindicalización y más.
Por lo tanto, cuando los promotores del extractivismo los defienden presentándolos como “industrias”, se encienden en esas imágenes positivas, convirtiéndose en una poderosa herramienta de publicidad y legitimación pública. Siguiendo esa impostura, defender la minería sería casi lo mismo que promover más industrias, más obreros, y más modernización. Esa es una estrategia conocida en la defensa empresarial de muchos proyectos.
Muchos de los que reciben esos mensajes no se pondrán a hurgar en las cuestiones semánticas o en los términos económicos de las palabras, y quedan envueltos en ese halo positivo de la industrialización. A su vez, cuando desde las organizaciones ciudadanas se llama a las alternativas post-extractivistas, se vuelve sencillo atacarlas diciendo que ponen en peligro esas pretendidas fábricas y puestos de trabajo.
Todo esto hace que la etiqueta “industrias extractivas” alimente las ilusiones de contar con industrias, cuando en realidad éstas no existen. Es un rótulo que cumple con eficiencia un papel de publicidad y legitimación social, asegura adhesiones sociales y partidarias, y sirve para esconder problemas suplantándolos por espejismos. Es que detrás de esas palabras no hay fábricas ni chimeneas. Por lo tanto, como segundo paso, es urgente disipar este espejismo, denunciando esos efectos publicitarios, y abandonando esa etiqueta.
Una industrialización propia
Industria es una palabra con una larga historia. Su origen está en el latín, donde el prefijo in se refiere a en o adentro, mientras que struere quiere decir construir o fabricar. Originalmente la palabra indicaba las capacidades de las personas en sus oficios, como industrioso en el sentido de hacendoso y hábil para agenciarse lo necesario para vivir. La aparición y difusión de las máquinas llevó a cambios sustanciales en la economía y sociedad europea desde fines del siglo XVII, desembocando en lo que se llamó revolución industrial.
Desde aquellos tiempos, la idea de industria comenzó estar estrechamente vinculada con la vida en la fábrica, la proliferación de las máquinas, y los contingentes de obreros. No en vano ese cambio radical fue entendido, por un lado, como una revolución, y por el otro, como industrial. Esas ideas, y esas imágenes se difundieron en toda América Latina, donde la industrialización propia se convirtió, bajo distintos matices, en una meta esencial del desarrollo al que todos aspiraban.
Bajo este contexto surge otro problema clave, ya que al considerar a los extractivismos como industria se están ocultando, e incluso desmontando, elementos claves de varias experiencias pasadas. Es que la historia latinoamericana reciente apostaba a alternativas bajo la forma de una industrialización que no era la de los extractivismos, sino que estaba basada en manufacturas finales, entre otras cosas, para poder dejar de ser extractivistas.
Ese “otro sentido” se popularizó bajo términos tales como industrialización para la substitución de importaciones, y fueron promovidos con detalle por Raúl Prebisch, seguido por la CEPAL y otras agencias. Se apuntaba específicamente, por un lado, a romper con el repetido papel de exportadores de materias primas, y por el otro lado, de ser compradores perpetuos de bienes importados. No puede olvidarse que, además, la demanda de esos productos importados es un factor que presiona por continuar y aumentar la senda extractivista. El antídoto eran los planes de la llamada “industrialización deliberada”, con participación del empresariado privado y el Estado.
La insistencia en la propia industrialización se difundió por esa y otras vías en todo el continente. En el caso peruano, la promoción de la industria se formalizó por lo menos a fines de la década, según apunta John Sheahan en su estudio sobre historia económica. Destaca como ejemplo la Ley de Promoción Industrial de 1959 (bajo Manuel Prado), otras medidas durante el gobierno de Fernando Belaunde Terry, y un empuje todavía mayor con Juan Velasco Alvarado.
Velasco no desatendió la minería y los hidrocarburos, aunque eran abordados desde un fuerte protagonismo estatal. Pero lo interesante es que también fue un enérgico promotor de la industrialización, a la que veía como complemento de sus otras medidas. Por ejemplo, en 1969, al tiempo de la promulgación de la ley de reforma agraria, sostenía que “luchar por la industrialización es luchar por el porvenir del Perú”. Si bien afirmaba que el país tenía un “inevitable destino industrial”, advertía que no ésta no podía ser juzgado en abstracto, y por ello consideró necesario realizar cambios en varios frentes, tales como la coparticipación de los obreros (discursos en “Velasco. La voz de la revolución”, Participación, 1972).
En general, para la izquierda latinoamericana de las décadas de 1960 y 1970, la especialización en exportar materias primas era entendida en aquellos años como síntoma de atraso, en lugar de reflejar éxitos.
Después de Velasco cayeron varias de sus reformas, pero ninguno de los siguientes gobiernos rechazó esa idea básica de promover la industrialización, según apunta Sheahan. Hasta que en 1990 llegó Fujimori, y esa postura se cambió. Por un lado liberalizó el extractivismo, y por el otro, no otorgó ninguna atención especial a la industrialización.
Aquel sesgo neoliberal en Perú, y que también ocurrió en otros países, reforzó el espejismo de concebir a los extractivismos como una industria, de donde, por ejemplo, si había minería se podía decir que se alcanzaba la industrialización. De la misma manera, si se postula un orden post-extractivista basado en los sectores manufactureros, se retrucará que no tiene urgencia porque ese mismo extractivismo ya es una forma de industrialización. Estas son posturas que han calado muy hondo, y hoy se encuentran incluso en el seno de los gobiernos progresistas.
Se llega así a un tercer aspecto, donde son razones históricas las que obligan a romper con la asociación entre extractivismo e industria. En realidad, el mandato original de la industrialización propia de América Latina tenía un sentido muy distinto. La traducción de la esencia de aquellas ideas a las circunstancias de hoy, implicaría comenzar a utilizar a la industria nacional como medio para dejar de ser economías especializadas en la exportación de productos primarios y dependientes de la importación de manufacturas (antes de los países industrializados, ahora cada vez más desde Asia). Esta historia latinoamericana hace que sea un sinsentido hablar de industrias extractivas.
En cambio, la alternativa radica en promover industrias nacionales (o regionales, entendidas como andinas o sudamericanas) que provean las manufacturas necesarias, y para ello se utilizarían las materias primas primeramente dentro del propio país o el continente. No se está en contra de la minería, los hidrocarburos o la agricultura, sino que se reclama un uso juicioso de esos recursos que, en primer lugar atienda las necesidades nacionales y regionales, y en segundo lugar, sirvan a procesos productivos legítimos y necesarios. Esta industrialización no es extractivista. Por el contrario, busca salir de esa condición.
Este breve repaso sirve para dejar en evidencia que es necesario comenzar a desmantelar el mito de que los extractivismos son una forma de industria. Es urgente hacerlo para abrir las puertas a las alternativas.
Publicado el 9 octubre 2013 en SpacioLibre (Perú); puede leerlo aquí…