MEGAPROYECTOS EN URUGUAY: LOS LIMITES DE LA NEGOCIACION
En Uruguay existe un creciente debate sobre los mega-proyectos promovidos por el gobierno de José Mujica. Estos incluyen desde la liberalización de la megaminería a un nuevo puerto de aguas profundas, pasando por un complejo de regasificación flotante en la costa de Montevideo. A propósito de esas cuestiones me entrevistaron del seminario Brecha. Les comparto el texto:
«Hay cierta falta de profesionalismo para negociar con las empresas privadas”
—¿Cómo percibe el desafío que se le presenta a Uruguay frente a la llegada de toda una serie de megaemprendimientos?
—Una parte sustancial de la propuesta de la regasificadora y del puerto de aguas profundas está asociada al proyecto minero, un proyecto muy acotado en el tiempo, de dudosos márgenes de rentabilidad económica y seguros impactos sociales y ambientales. Hasta el día de hoy se desconoce si se han hecho evaluaciones costo-beneficio que contabilicen esos impactos para determinar si realmente es un buen momento del país para la megaminería. En paralelo, el proyecto de megaminería tiene efectos que van más allá del emprendimiento específico en la estructuración de la economía nacional y de condicionalidades sobre la dinámica política. Varias de ellas ya se están viendo en Uruguay, y van desde apoyos financieros explícitos o implícitos del Estado al emprendimiento hasta presiones para conseguir rápidamente un permiso ambiental.
—¿Cómo analiza los vínculos entre estos proyectos?
—Más allá de pensar en estas tres dimensiones ligadas, Uruguay necesita un puerto de aguas profundas. Habría que ver dónde se va a construir y con qué características. Eso tendría que ir de la mano con sopesar opciones en la costa uruguaya. Hasta ahora lo que prevaleció en los dos últimos gobiernos es que a cada empresa le dan su puertito. Así está el de Fray Bentos en la costa baja del río Uruguay y el Río de la Plata, y ahora en el océano
Atlántico. Eso es inviable.
Por lo que yo he visto en otros países la minería, más allá de Aratirí, tiene un impacto enorme en cuanto al funcionamiento de la economía y en cuanto a qué pasa en la política: desde cómo se toman las decisiones hasta qué hacer con la gente que protesta. La impresión que yo tengo es que hay cierta falta de profesionalismo en cómo las autoridades del gobierno negocian con las empresas privadas. Siempre se termina en situaciones de exoneraciones, ayudas, acuerdos específicos, convenios secretos. Por ejemplo, la regasificadora, si no recibe su permiso ambiental, va a tener una devolución de una parte de su inversión, entonces es muy sencillo hacer capitalismo de riesgo si el Estado donde yo voy a invertir me va a devolver parte del dinero que utilicé para llevar adelante ese riesgo. Eso sólo sucede en algunas repúblicas en el hemisferio sur.1
Por otro lado, hay una insistencia en transferir la jurisdicción del sistema judicial uruguayo hacia sistemas internacionales como, por ejemplo, los arbitrajes internacionales. Negociar con trasnacionales no es el regateo de ir al boliche y pedir un descuento. Si hay un ciclo donde a la megaminería le va mal, va a mandar funcionarios al seguro de paro y el Estado uruguayo va a terminar subvencionando, exonerando… El término técnico que reciben estas ayudas es “subsidios perversos”: la sociedad subsidia emprendimientos que a la larga generan impactos sociales o ambientales negativos y que se diferencian de los subsidios legítimos. No hay evidencia de que haya un estudio serio de cuáles serían subsidios perversos o legítimos, y en qué sectores deberían aplicarse estos últimos.
—Y en cuanto a las contrapartidas a exigir por el Estado o la calidad de los controles, ¿qué opina?
—La nueva ley de megaminería no asegura controles ambientales novedosos, no pone condiciones restrictivas de recuperación de los predios dañados y deja muchas incertidumbres de qué va a pasar una vez que finalice la extracción de hierro. Creo que buena parte del gobierno, de los legisladores de izquierda que votaron la ley, es consciente de esas limitaciones y por esto han rehuido el debate público. La tendencia en los países de América del Sur a apostar por estos proyectos extractivos de corto plazo se explica en razones financieras: los gobiernos de turno necesitan dinero de las inversiones y no les preocupa la herencia posterior que dejará el proyecto una vez que caiga sustancialmente el emprendimiento económico.
En cuanto al puerto de aguas profundas, no hay ninguna seguridad de que sea cierto y factible uno de los principales argumentos del entorno presidencial, que es que este puerto absorbería las cargas del sur de Brasil y las regiones adyacentes de Argentina. No hay ninguna evidencia de que esos países renunciarán a sus propios puertos y lo que más me impacta es que los estudios que se debaten a nivel público parecen olvidar que Brasil tiene su propio puerto en el sur –el de Río Grande–, que está en fase de expansión. Lograr traer cargas hacia el nuevo puerto uruguayo exigiría otorgar muchos beneficios para competir con el de Río Grande. Hay muchas incertidumbres que refuerzan esa falta de profesionalismo para saber lidiar con el sector privado.
—Sin embargo, buena parte del gobierno argumenta que estos emprendimientos pueden derramar beneficios hacia la sociedad…
—Cuando se aprobó Botnia, uno de los principales argumentos esgrimidos desde el Poder Ejecutivo y por algunos académicos que apoyaban la idea era que la empresa iba a ser punta de lanza de un polo de desarrollo industrial y de plantas que se irían sumando para darle insumos a Botnia. Nada de eso ocurrió. La generación de polos de desarrollo industrial no es sencilla. No se genera sólo por tener ahí una planta. Tanto Botnia como Aratirí son economías de enclave que están más o menos aisladas del entorno económico y por tanto no necesariamente tienen efecto de arrastre o de generación de nuevos emprendimientos en sus zonas.
La entrevista es de Florencia Soria, publicada en Brecha (Montevideo) el 4 de octubre 2013 (disponible también aquí…)